16 junio, 2025 8:14 am

LA DEMOCRACIA CANSADA: DEL ESPECTÁCULO JUDICIAL A LA RENUNCIA SILENCIOSA

Vivimos tiempos en que la democracia, esa construcción que imaginábamos sólida, revela sus fisuras. No se trata de un colapso estruendoso, de un golpe de Estado a la usanza del siglo XX, sino de una descomposición lenta, un goteo persistente que socava sus cimientos desde adentro. En el corazón de esta erosión opera uno de los dispositivos más corrosivos: la judicialización de la política, convertida en espectáculo que divide a la sociedad en trincheras irreconciliables.

Pero para comprender su verdadera lógica hay que mirar más profundo. El uso selectivo de la corrupción como denuncia no busca sanear la vida pública: apunta a expulsar del juego a quienes representan otras formas de lo común. No se trata de juzgar hechos, sino de desactivar símbolos. Lo popular, lo sindical, lo plebeyo. Cuando una figura incomoda al statu quo, se activa el guion: la causa judicial, el escarnio mediático, la reducción de lo político a moral televisada.

Esto no es nuevo. Arturo Illia ya advertía que la corrupción podía ser invocada como excusa para avanzar contra el pluralismo. El lawfare no es un fenómeno reciente: es la versión refinada de una vieja práctica del poder en la Argentina, donde el Poder Judicial, más veces que las deseables, funcionó como custodio del orden dominante y no del democrático. Y la táctica perfeccionada se vuelve aún más peligrosa cuando deja de apuntar a individuos para aplicarse sobre colectivos. El error de un dirigente deviene condena para miles. El fallo de un representante se transforma en excomunión del representado. No hay análisis: hay purga. No hay justicia: hay castigo simbólico.

Esta degradación institucional se alimenta de otra fractura más profunda: la de los liderazgos políticos. La dictadura no solo sembró terror y desaparición. También interrumpió brutalmente la cadena de transmisión entre generaciones militantes, desmembró los cuerpos partidarios, disolvió su densidad simbólica. Lo que siguió fue una democracia fragmentada, sin relato común ni figuras con legitimidad extendida. El estallido del 2001 marcó el punto de inflexión: la dirigencia tocó su punto más bajo, devorada por su lejanía, por su inercia, por su desarraigo. Aunque hubo intentos de recomposición, la herida quedó abierta. La política empezó a hablar un idioma ajeno, encapsulado en tecnicismos, en gestos vacíos, en campañas que no interpelaban, y en dirigentes que veían en la política una oportunidad de negocio. Y cuando no hay conducción creíble, lo común se dispersa, y el vacío se llena con cinismo.

Este fenómeno, con raíces profundas en nuestra historia, es también parte de un patrón global. En Brasil con Lula, en Estados Unidos con Trump, en tantos otros países donde la polarización extrema y la justicia politizada han llevado al borde del colapso a sistemas que se creían estables. Lo que está en juego no es solo el presente, sino la idea misma de futuro compartido.

Y en esa demolición planificada, el poder alcanza su victoria más silenciosa: la renuncia.

La abstención dejó de ser una excepción para volverse síntoma estructural. No es solo gente que “no fue a votar”; es una porción creciente de la sociedad que ya no se siente parte de lo político. No hay vínculo afectivo. No hay expectativa. El voto pierde sentido porque el horizonte común fue vaciado. El mayor triunfo del poder real no es imponer un modelo: es lograr que nadie crea en otro.

La antipolítica no fue una reacción espontánea: fue sembrada. Se cultivó el hastío. Se destruyó la credibilidad. Se demonizó toda forma de organización. Se instalaron, desde arriba, el escepticismo y la sospecha como formas permanentes de percepción. Y entonces, lo que parece un gesto de rebeldía íntima —dejar de votar, desentenderse— termina siendo una cesión. Porque abandonar la política no es neutral: es entregar el poder. El poder no desaparece cuando se lo deja. Se concentra. Se endurece. Se vuelve opaco.

Eso buscaban. Que la política se volviera tan irrelevante, tan desacreditada, que ya no importe quién gobierna. Que el hastío fuera tan profundo que bastara con correrse. Y cuando el pueblo se aleja, el poder de siempre avanza: sin obstáculos, sin testigos, sin contrapoder.

Lo más peligroso de esta abstención no es su dimensión estadística, sino su potencia simbólica: es el síntoma de una desposesión interior. Como si el futuro ya no nos perteneciera. Como si la historia se hubiera cerrado. Y cuando eso se instala, el cinismo ya no necesita convencer: le basta con desalentar.

Recuperar la política no es, entonces, un acto ingenuo ni un simple llamado al optimismo electoral. Es una urgencia histórica. Porque mientras millones dudan, otros deciden. Mientras el pueblo calla, el poder no duerme. Y lo que se juega no es una elección más, sino la continuidad de lo común, la posibilidad de seguir creyendo que lo que compartimos aún tiene sentido.

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