Hace unos días, Mendoza fue testigo de una escena desgarradora. Juan Carlos Leiva, un hombre de 51 años en situación de calle, falleció a causa de una neumonía severa, EPOC y complicaciones cardíacas. Pero no murió en soledad: eligió acompañar a su compañero fiel, Sultán, denegando ser trasladado a un refugio o recibir atención médica, con tal de no separarse de él.
Juan dormía cada noche junto a Sultán en la vereda de Perú, en el microcentro de Mendoza, debajo del alero de un edificio. Esa estrecha protección fue su hogar en los días más crudos del invierno. A partir del 26 de mayo, vecinos notaron su deterioro: su respiración se complicó, su cuerpo se enfrió y la debilidad lo vencía.
“No puedo dejarlo solo”
María del Carmen Navarro, empleada del edificio donde Juan se refugiaba, fue su principal sostén. Denuncia que él rechazó el hospital repetidamente porque “no podía dejarlo solo”. Según explicó, él balbuceaba: “¿Cómo haría para buscarlo después?”. Persuadido por ella, Juan aceptó finalmente el traslado tras la promesa de que Sultán tendría resguardo.
La respuesta institucional fue tibia. Las autoridades provinciales señalaron que él rechazó los albergues, pero vecinos aseguran que esos espacios no aceptaban perros y, además, Juan había sido maltratado cuando intentó ingresar.
La despedida tuvo un final diferente, para Sultán
El 4 de junio, Juan murió en el hospital Scaravelli de Tunuyán, lejos de las calles que habitó. Sin embargo, María cumplió su palabra: llevó a Sultán a su casa, le armó una camita con el viejo colchón de Juan y lo cuidó hasta que encontró una nueva familia para él. Hoy, el perro vive en un hogar afectuoso, con abrigo y cama —un gesto que honra la elección que hizo su dueño hasta su último aliento.
Historia con certidumbre y enseñanza
Juan no fue el primer caso, ni será el último, pero su historia encapsula la complejidad de vivir en la calle con un animal como compañía. Refleja el amor incondicional que une a los seres humanos con sus mascotas y las grietas que aún arrastran las políticas sociales frente al frío y la soledad.
En Mendoza, una ciudad conocida por sus noches despiadadas en invierno, el caso de Juan y Sultán volvió a interpelar: una vida de lealtad que terminó en muerte, y un final en el que el gesto de una vecina devolvió calor humano y dignidad.
Porque si bien Juan se fue, Sultán sigue vivo. Y su abrigo azul y su nuevo hogar son tal vez la prueba más elocuente de que el amor —aunque pequeño— puede ser un refugio tan cálido como cualquier techo.
El sacrificio de Juan debería servir como recordatorio: nadie debería perder la vida por proteger a un compañero fiel. Ni él, ni tantos otros. Y menos aún cuando un abrigo, un colchón, un gesto pueden marcar la diferencia entre el abandono y la esperanza.