El sacerdote Juan Molina ―conocido en Santa Cruz por dirigir la Fundación Valdocco― acaba de llevar a tribunales una demanda que suena tan ruidosa como preocupante: exige una indemnización millonaria y disculpas públicas a varios funcionarios provinciales por la simple razón de haber sido etiquetados en una publicación de Facebook que ellos ni redactaron ni compartieron. El episodio, digno de una tragicomedia digital, interpela el corazón mismo de nuestra convivencia democrática: ¿cuán frágil puede volverse la libertad de expresión si basta un clic ajeno para convertirnos en blanco de acciones judiciales?
Detrás de la aparente excentricidad del reclamo se esconde un riesgo mayor. Aceptar que una etiqueta ―un mecanismo automatizado que cualquiera puede aplicar sin consentimiento― genere responsabilidad civil significaría trasladar la carga de la prueba y el costo de la palabra a quienes jamás pronunciaron la frase cuestionada. Sería, ni más ni menos, institucionalizar la culpa por contagio. Si el tribunal avalara esta lógica, ¿qué impediría que mañana se demande a un periodista porque un lector lo menciona en un comentario difamatorio, o a un ciudadano porque lo vinculan en una cadena de WhatsApp?
Los demandados, que califican la acción como “insólita y desproporcionada”, no exageran. El Código Civil y Comercial y la Ley 26.551 de Responsabilidad Civil de los medios electrónicos fijan como premisa la autoría: responde quien crea o difunde contenido agraviante, no quien es involuntariamente citado. Lo contrario abriría la puerta a la judicialización indiscriminada de la conversación pública, con un efecto paralizante sobre el debate en redes y, por extensión, sobre la esfera política. Convertir la etiqueta en arma legal sería como culpar a un peatón porque otro le entrega un panfleto.
Más allá del desenlace, el reclamo de Molina y su abogado cómplice desliza un mensaje inquietante: algunos sectores están dispuestos a usar la Justicia como silenciador, apelando a millonarias indemnizaciones para desalentar la crítica o, sencillamente, para intimidar. No podemos permitir que el temor a litigios absurdos convierta a Facebook en un campo minado donde la conversación quede reducida a un murmullo.
El tribunal tendrá la última palabra, pero la sociedad civil y los medios ya tienen un desafío inmediato: defender, con la misma energía, el derecho al honor y la libertad de expresión. Porque si mañana cualquier etiqueta puede costar millones, la conversación pública y con ella la democracia habrán pagado un precio demasiado alto.
Silencio coordinado: el Cura Molina, Sara Delgado y Matías Solano evitaron a todos los medios