Mientras la gestión municipal acelera los preparativos para la inauguración del nuevo planetario en la costanera de Río Gallegos, la distancia entre el relato institucional y la realidad cotidiana de los vecinos se vuelve cada vez más difícil de ignorar.
La obra, que incluirá un domo de proyección inmersiva, tecnología de punta y contenidos astronómicos para públicos escolares y turísticos, promete convertir a la capital santacruceña en una referencia cultural y científica en el sur del país. El intendente Pablo Grasso la presenta como parte de una transformación urbana que pretende posicionar a la ciudad en un circuito nacional de ciencia y tecnología.
Sin embargo, el entusiasmo oficial contrasta con lo que ocurre a pocos metros del domo. Hay barrios sin servicios básicos, calles destruidas, escuelas en mal estado, hospitales colapsados y una infraestructura general que sigue exigiendo soluciones que no llegan. En ese contexto, el planetario puede terminar siendo más una pieza de propaganda que una verdadera herramienta de desarrollo.
No se trata de menospreciar el valor del conocimiento ni de atacar el acceso a la ciencia. Pero sí de poner en debate las prioridades de la política. ¿Puede una ciudad celebrar un centro astronómico mientras la mitad de su población vive sin agua corriente? ¿Es aceptable una inversión millonaria en luces, sonido y simulaciones planetarias cuando hay ambulancias que no funcionan y pacientes que esperan horas por atención?
El caso de Río Gallegos es, en definitiva, el espejo de un modelo de gestión que privilegia lo simbólico por sobre lo estructural. Que invierte en lo que se puede mostrar, mientras posterga lo que realmente transforma. El brillo del domo, inevitablemente, convive con el apagón de muchas realidades.
Grasso sabe que el planetario será una postal. Una obra que da titulares, recorre redes y genera impacto visual. Pero la postal no alcanza cuando la ciudad se deshace en reclamos más urgentes. Cuando mirar las estrellas se convierte en una excusa para no ver lo que pasa en la tierra.
En tiempos de crisis, la política no se mide por el mármol o la cúpula, sino por la cercanía a las necesidades reales. Y ahí, el municipio de Río Gallegos tiene aún una larga deuda.