El Gobierno endurece encajes y coloca deuda de emergencia para contener el dólar y la inflación, pero a costa de frenar el crédito, encarecer el financiamiento y tensionar la economía real en la antesala electoral.
El mercado financiero argentino vivió en agosto una de las semanas más tensas del año. El Banco Central decidió endurecer su política monetaria mediante un aumento histórico de los encajes bancarios, que pasaron del 45 al 50 por ciento, con la particularidad de que ahora se computan de manera diaria y bajo un esquema de penalidades mucho más severas en caso de incumplimiento. En paralelo, el Tesoro nacional lanzó una licitación de emergencia de letras “Tamar” por 3,79 billones de pesos —equivalentes a unos 2 931 millones de dólares— con el objetivo de absorber la enorme liquidez que circulaba en el sistema tras el desarme de instrumentos previos. La apuesta, reconocida incluso por funcionarios como un acto de “puro pragmatismo”, busca desactivar presiones cambiarias e inflacionarias en un contexto electoral cargado de incertidumbre.
En las semanas previas, la liquidez se había disparado luego del canje de las llamadas “Lefi” por Lecap, una maniobra que liberó más de 10 billones de pesos al mercado. Ese exceso de circulante, sumado a que en la última licitación de deuda pública sólo se renovó el 61 por ciento de los vencimientos, encendió todas las alarmas en el equipo económico. El riesgo de que esos pesos se volcaran a la compra de dólares o a presionar sobre precios llevó al Gobierno a reaccionar con un apretón monetario coordinado: por un lado, encajes más duros para limitar la capacidad prestable de los bancos; por el otro, un instrumento a medida que canalizara esos fondos hacia el financiamiento del propio Tesoro.
La colocación de las “Tamar”, restringida exclusivamente al sistema bancario, fue un éxito técnico. Se adjudicó casi el total ofrecido y con un spread más bajo que en colocaciones previas, lo que permitió al Estado financiarse a un costo relativamente menor. La demanda estuvo garantizada por la nueva normativa: hasta el 10 por ciento de los encajes podía integrarse con esos títulos, de modo que los bancos encontraron en ellos una vía directa de cumplimiento regulatorio. Aun así, la señal que queda es clara: la liquidez se retiró del mercado a la fuerza, no por convicción de los inversores.
La medida tuvo repercusiones inmediatas. Las tasas de caución, que habían trepado a niveles cercanos al 120 por ciento anual en los días de mayor tensión, comenzaron a estabilizarse en torno al 43–48 por ciento. El tipo de cambio, epicentro de las preocupaciones oficiales, mostró incluso una leve apreciación del peso y cierta calma en las expectativas de devaluación. Pero ese alivio cambiario no fue gratuito: el S&P Merval retrocedió 1,25 por ciento y los bonos soberanos en pesos cayeron 0,3 por ciento, reflejando un clima de cautela entre los inversores.
La contracara más preocupante se advierte en la economía real. Con encajes al 50 por ciento, un nivel sin precedentes en las últimas décadas, el crédito bancario queda severamente limitado. Analistas de distintas consultoras advierten que la inmovilización de depósitos encarece el financiamiento para empresas y familias, restringe la inversión productiva y agrega presión al costo de capital. “Es la limitación más fuerte para prestar que hemos visto en muchos años”, describió un operador. El efecto inmediato es un freno a la actividad que ya mostraba signos de estancamiento, y que ahora enfrenta un escenario más contractivo justo cuando se intentaba consolidar una recuperación.
El Gobierno defiende la maniobra como un recurso temporal para atravesar la turbulencia preelectoral sin un desborde inflacionario ni un salto cambiario. En el corto plazo, la estrategia parece haber funcionado: los pesos sobrantes fueron absorbidos, las tasas encontraron un nuevo equilibrio y el dólar se mantuvo bajo control. Sin embargo, la sostenibilidad de esta política está en duda. Los vencimientos de deuda en pesos siguen siendo de corto plazo y obligan al Tesoro a renovar continuamente la confianza del mercado. El propio diseño de las “Tamar”, que vencen en noviembre, deja en claro que la urgencia es contener la coyuntura, no ofrecer un horizonte de estabilidad.
La apuesta oficial es caminar la cuerda floja hasta después de las elecciones. Evitar una corrida contra el peso se volvió el objetivo primordial. Pero el costo es alto: empresas y bancos ajustan sus balances, la actividad se enfría y la sociedad paga el precio de un crédito cada vez más caro. Para algunos analistas, el gobierno eligió el mal menor. Para otros, se trata de una estrategia riesgosa que, al privilegiar el cortoplacismo, posterga indefinidamente la construcción de un esquema monetario y financiero sostenible.
La pregunta de fondo sigue abierta: ¿es posible sostener este nivel de encajes y absorber sistemáticamente pesos sin asfixiar la economía? De la respuesta dependerá no solo el resultado electoral, sino también la viabilidad del programa económico en los meses que siguen. Lo cierto es que la política monetaria argentina volvió a demostrar que es capaz de reaccionar con fuerza, pero también que vive atrapada en el dilema de siempre: calmar el mercado a costa de enfriar la economía.