6 septiembre, 2025 4:51 am

PRESIÓN MONETARIA SIN PRECEDENTES: EL GOBIERNO APLICA “TODO LO NECESARIO” PARA ANCLAR EL DÓLAR

Encajes diarios, tasas récord y absorción masiva de pesos: la estrategia del oficialismo para contener el tipo de cambio antes de las elecciones bonaerenses tensiona a la banca, encarece el crédito y profundiza la recesión.

La escena económica argentina de las últimas semanas parece calcada de un manual de emergencia cambiaria. En silencio, pero con la contundencia de un golpe seco, el Gobierno decidió llevar la política monetaria al extremo: subir encajes bancarios hasta niveles inéditos en tres décadas, imponer su cálculo diario, penalizar incumplimientos con dureza y convalidar tasas de interés que superan cualquier referencia histórica reciente. Todo con un objetivo inmediato y casi obsesivo: mantener al dólar quieto, al menos hasta que pasen las elecciones del 7 de septiembre en la provincia de Buenos Aires, la más poblada del país y clave para el destino político del oficialismo. La consigna —“hacer todo lo necesario”— se convirtió en una especie de mantra oficial, aunque sin pronunciarse abiertamente. Es un plan de estabilización de facto, una coraza cambiaria que busca anclar expectativas al costo que sea, incluso si la economía real queda estrangulada en el intento.

El disparador fue claro. Julio cerró con una depreciación del peso de alrededor del 12% en apenas un mes, y la inflación preliminar de agosto apuntaba a un nuevo salto por encima del 8% mensual, amenazando con desbordar la promesa de desaceleración que la Casa Rosada había repetido desde comienzos de año. En la licitación de deuda del 13 de agosto, el Tesoro debió convalidar rendimientos de hasta 4,5% mensual, equivalentes a un 69% anualizado bajo el cálculo que suele utilizar el propio presidente Javier Milei. Aun así, solo logró renovar un 60% de los vencimientos: el 40% restante, equivalente a 5,8 billones de pesos, se volcó a la calle. Esos pesos sobrantes, potenciales compradores de dólares, se convirtieron en el enemigo público número uno del equipo económico. La respuesta no tardó: encajes más altos, absorción masiva de liquidez, restricciones severas a la banca y un despliegue de intervenciones indirectas en el mercado financiero. El Banco Central se transformó en una aspiradora de pesos.

Los bancos, obligados ahora a encajar la mitad de los depósitos y a calcular esa obligación de forma diaria, quedaron con márgenes operativos asfixiados. El cambio de régimen alteró la dinámica habitual: la caución bursátil, uno de los termómetros de la plaza financiera, se desplomó abruptamente desde un promedio del 34% anual hasta un piso insólito del 1,8%, antes de saltar a niveles de tres cifras en cuestión de horas. La volatilidad se convirtió en norma y no en excepción. Fondos de inversión de corto plazo debieron cerrar posiciones de un día para el otro, y buena parte del sistema financiero se vio obligado a colocar excedentes en instrumentos oficiales a tasas ínfimas o negativas en términos reales. El mensaje fue directo: ningún peso sobrante debe escapar hacia el dólar.

La lógica detrás de la estrategia recuerda al “corset monetario” de otras épocas: restringir hasta el límite la circulación de pesos, incluso a costa de asfixiar el crédito y enfriar la economía. El crédito comercial, ya caro tras el fin de las Letras de Financiamiento (LEFI), se encareció todavía más: los descubiertos en cuenta corriente pasaron en cuestión de días del 35% al 86% anual. Las pequeñas y medianas empresas, dependientes del financiamiento de corto plazo, son las más golpeadas por esta dinámica. Los hogares también sienten el ajuste: tasas de consumo y tarjetas que superan el 120% anual, en un contexto de caída de ingresos reales y aumento del desempleo. El resultado es una economía en modo recesivo, con los engranajes del financiamiento paralizados.

El Gobierno, sin embargo, se muestra decidido a sostener la jugada. Los funcionarios aseguran que cada peso que no se renueva en el mercado será absorbido en futuras licitaciones, y que la disciplina monetaria es innegociable. El costo político y económico, argumentan, es menor que una nueva corrida cambiaria que podría destruir la credibilidad ganada en abril, cuando se levantó el cepo y se instauró un sistema de bandas de flotación entre 1.000 y 1.400 pesos por dólar. Con el respaldo de un préstamo de 20.000 millones de dólares del FMI, ese cambio inicial había generado cierto alivio en los mercados: el peso se estabilizó en torno a 1.200 por dólar, el riesgo país descendió marginalmente y se especulaba con una acumulación de reservas por unos 9.000 millones antes de fin de año. Pero la calma duró poco. El segundo semestre abrió con tensiones financieras, licitaciones flojas y un mercado que volvió a poner a prueba la sostenibilidad del esquema.

Los analistas locales e internacionales advierten que el plan tiene límites. Hernán Lacunza, exministro de Hacienda, señaló que la decisión de “sacar al dólar de las pantallas” genera un alto costo en términos de menor actividad y empleo, además de acumular desequilibrios en reservas y en la consistencia externa. Para algunos economistas, la banda de flotación actual es más un piso que un techo: los 1.300 pesos por dólar que el Gobierno presenta como techo podrían convertirse rápidamente en la base de un nuevo salto cambiario si las expectativas vuelven a desanclarse. Infobae advirtió a mediados de julio que ese valor “todavía luce frágil para el mercado”, incluso con tasas exorbitantes en juego. El riesgo país, por encima de los 700 puntos básicos, refleja esa desconfianza persistente.

En paralelo, las calificadoras de riesgo y los bancos de inversión en Wall Street se muestran cada vez más reticentes. JPMorgan, en un informe reciente, aconsejó a sus clientes limitar exposición a Argentina hasta que se despeje el panorama electoral. La derrota política sufrida por el oficialismo en el Congreso intensificó esa percepción: la economía no solo enfrenta una pulseada financiera, sino también una pulseada política que pone en duda la capacidad de sostener las medidas más allá de septiembre.

El dilema es evidente. En el corto plazo, la estrategia funciona: el dólar se mantiene dentro de la banda, la demanda de divisas se contiene y el Gobierno logra transmitir la imagen de control. Pero el costo es elevado: crédito inaccesible, actividad en caída, inflación que no cede lo suficiente y reservas que apenas se acumulan. La economía real paga el precio de un esquema diseñado con la vista puesta en la estabilidad cambiaria y, sobre todo, en el calendario electoral. Es un juego de suma cero: cada día que se gana en el frente cambiario se pierde en dinamismo económico.

Las lecciones de la historia argentina pesan sobre el análisis. El “plan primavera” de 1988, el “tablita” de Martínez de Hoz en los 70 o incluso la convertibilidad en los 90 tuvieron algo en común: la ilusión de estabilidad a corto plazo, sostenida con anclas cambiarias o monetarias, que finalmente derivaron en crisis más profundas. El contexto actual es distinto —con un gobierno que se presenta como liberal radical y un FMI que oficia de sostén—, pero la lógica de fondo guarda similitudes: usar al dólar como ancla, endurecer la política monetaria, postergar los costos y confiar en que el tiempo juegue a favor. El problema es que la economía real se deteriora más rápido de lo que la política logra cosechar frutos.

El margen de maniobra se acota semana tras semana. La recesión se profundiza, el crédito privado está casi paralizado, la inflación sigue corriendo cerca del 8% mensual y la confianza en el peso permanece endeble. Si el Gobierno logra atravesar septiembre con el dólar contenido, habrá ganado una batalla política clave. Pero la guerra económica seguirá abierta. Las preguntas son inevitables: ¿cuánto tiempo más se puede sostener un esquema de tasas récord y encajes diarios sin quebrar al sistema financiero? ¿Qué sucederá cuando el flujo de dólares del FMI se diluya y la acumulación de reservas muestre sus límites? ¿Cuánto puede resistir la sociedad un ajuste que encarece el crédito, frena la actividad y deteriora el empleo?

El “todo lo necesario” que guía la política oficial es, en realidad, una apuesta de alto riesgo. Se trata de elegir entre males: permitir una nueva corrida cambiaria y pagar el costo inmediato en confianza y estabilidad, o tensar al máximo el sistema financiero para ganar tiempo y sostener la imagen de orden. El Gobierno eligió la segunda opción. El costo, sin embargo, ya se siente: los bancos enfrentan encajes al 50%, las empresas no consiguen financiamiento, los consumidores ven las tasas dispararse, la recesión se acentúa y la inversión sigue en pausa. El dólar, por ahora, permanece quieto. Pero debajo de esa calma aparente, la economía argentina late con un ritmo cada vez más forzado, como un corredor exhausto que sostiene el paso a pura voluntad sabiendo que tarde o temprano el cuerpo pedirá rendición.
El desenlace, como tantas veces en la historia argentina, dependerá de si la política logra transformar la calma cambiaria en un plan integral que ataque inflación, productividad y confianza. De lo contrario, el “todo lo necesario” de hoy puede convertirse en el preludio de la tormenta de mañana.

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