El intendente Pablo Grasso inauguró en Río Gallegos una obra adoquinada que costó más de 346 millones de pesos, se pagó dos veces, terminó destruida a los pocos días y fue presentada con muy poco acompañamiento.
La promesa de transformación urbana en Río Gallegos volvió a quedar bajo la lupa. Esta vez, el motivo fue la inauguración de una calle adoquinada que, lejos de convertirse en símbolo de progreso, se transformó en el reflejo más claro de los problemas que atraviesan la gestión municipal. Con un presupuesto que superó los 346 millones de pesos y una inauguración encabezada por el intendente Pablo Grasso el pasado 17 de octubre, la obra apenas resistió unos días antes de presentar hundimientos, adoquines sueltos y tramos completamente desnivelados.
El acto, realizado en una fecha de fuerte carga simbólica para el oficialismo local, contó con escasa concurrencia. Apenas un grupo de funcionarios y algunos vecinos acompañaron la ceremonia, en la que Grasso destacó el supuesto impacto positivo de los trabajos realizados. Sin embargo, mientras el intendente hablaba de planificación y desarrollo, el suelo recién inaugurado comenzaba a ceder bajo el peso de los primeros vehículos.
La calle, que debía formar parte del plan de pavimentación con el que la Municipalidad busca mostrar gestión y movimiento, terminó convertida en una muestra de desidia y descontrol administrativo. Según trascendió, la obra fue abonada en dos oportunidades, generando suspicacias sobre los mecanismos de contratación y los controles de ejecución. Los vecinos, que habían esperado durante meses la finalización de los trabajos, denunciaron que el adoquinado no soportó ni una semana de tránsito, obligando al municipio a destinar nuevamente recursos públicos para su reparación.
El episodio no solo dejó al descubierto fallas en la ejecución técnica, sino también la distancia entre el discurso oficial y la realidad que viven los ciudadanos. En medio de un escenario económico complejo y con reclamos por la falta de mantenimiento en distintos barrios, la imagen de una obra millonaria que se desmorona casi de inmediato encendió el malestar social y las críticas hacia la administración comunal.
Mientras tanto, desde el entorno del jefe comunal se preparan nuevas actividades bajo el mismo sello político, con la participación del sacerdote Juan Carlos Molina, figura cercana a Grasso y aún bajo investigación judicial por causas vinculadas a presuntos hechos de corrupción.
Así, lo que debía ser una muestra de gestión terminó exhibiendo las grietas de una administración que prioriza el impacto político por sobre la calidad de las obras. En una ciudad que sigue reclamando infraestructura duradera, la “calle de los 346 millones” quedó como un símbolo de promesas hundidas antes incluso que los adoquines.