A veces son manos pequeñas que cargan baldes más grandes que su cuerpo. Otras, son ojos que ya olvidaron el asombro, porque madrugan entre ruidos de máquinas o el humo de los hornos.
Cada niño que trabaja pierde algo irrecuperable: el derecho a jugar, a aprender sin miedo, a soñar sin pagar un precio.
No es solo una injusticia. Es una fractura invisible en el futuro. Donde debería crecer la infancia, crece el cansancio. Y lo más grave: el mundo se acostumbra.
Erradicar el trabajo infantil no es un acto de caridad. Es un deber. Un deber de los que todavía podemos elegir, para que ser niño vuelva a significar lo que nunca debió dejar de ser: crecer sin cadenas.