30 junio, 2025 11:26 am

EL PUEBLO EN LA ENCRUCIJADA: ODIO, POPULISMO Y LA DISPUTA POR EL SENTIDO

Vivimos un momento decisivo para la civilización occidental. Lo que está en juego no es simplemente una elección ideológica, ni un giro coyuntural en el mapa político global: se trata del cuestionamiento profundo a los valores fundacionales que, desde la posguerra, estructuraron una idea de democracia plural, basada en derechos humanos, libertades civiles, tolerancia religiosa y reconocimiento de las diferencias. Ese andamiaje se encuentra hoy bajo presión. Y esa presión no proviene únicamente de amenazas externas, sino de dinámicas internas que se han vuelto insostenibles.

En este contexto, el populismo no es el problema. Es una señal. Una manifestación sintomática del agotamiento de un modelo institucional que dejó de representar a buena parte de la ciudadanía. Lo que sí debe preocupar es el uso estratégico del odio —construido, amplificado y dirigido— que algunos líderes hacen para erigirse como los únicos intérpretes legítimos del “pueblo”.

Trump, Milei, Bolsonaro, Maduro, Cristina Fernández: diferentes ideologías, mismo mecanismo de movilización. La clave no está en sus propuestas, sino en su narrativa. Todos apelan a un “nosotros” virtuoso y traicionado por un “ellos” corrupto, ajeno o antinacional. Ese antagonismo simplificado —y eficaz— no es una casualidad: es una herramienta deliberada para movilizar emociones, debilitar instituciones intermedias y vaciar el debate público de matices. En vez de disputar ideas, se impone una guerra simbólica. En lugar de integrar, se marca al enemigo.

EL ODIO COMO ESTRATEGIA POLÍTICA

El odio cumple una función estructurante: articula la identidad del “pueblo”, facilita la adhesión acrítica al líder y justifica la exclusión de los demás. Ya no se trata de convencer, sino de agitar. Trump demoniza migrantes y periodistas; Milei apunta contra la “casta política”, sindicatos, medios críticos y hasta organismos internacionales. Ambos instalan miedos morales y construyen figuras de amenaza cultural. Pero ese miedo no es espontáneo: se fabrica y se siembra con método.

Las redes sociales actúan como cámara de eco perfecta para este tipo de discurso. Su lógica algorítmica premia la provocación, amplifica los extremos y difunde las emociones negativas más rápido que cualquier dato. El populismo del siglo XXI es también un populismo digital. En este terreno, el odio viraliza más que la empatía; la desinformación, más que la evidencia. Se construye una percepción de consenso que muchas veces no existe, pero que termina condicionando la agenda pública. La palabra se transforma en arma.

LIBERALISMO Y NEOLIBERALISMO: LA MENTIRA DE LA LIBERTAD

La crisis actual también expone las ficciones sobre las que se erigió el relato dominante en las últimas décadas. El liberalismo clásico prometió una libertad individual que, en la práctica, se convirtió en privilegio de unos pocos. Y el neoliberalismo —disfrazado de eficiencia y meritocracia— ofreció una supuesta libertad económica que terminó profundizando la desigualdad y blindando los intereses de los más poderosos. Esa libertad, que debía empoderar a las personas, terminó despojándolas de derechos básicos, precarizando sus vidas y debilitando los vínculos sociales. No se trata solo de un fracaso económico: es un fracaso simbólico, porque ya ni siquiera convence. La promesa de libertad devino en frustración estructural.

VIEJOS ODIOS EN NUEVAS FORMAS

Junto a esto, el antisemitismo y la xenofobia resurgen en formas recicladas. Nadie se declara abiertamente racista o antisemita, pero proliferan los estereotipos, las acusaciones de lealtades dobles, los negacionismos y los discursos conspirativos sobre “globalistas” o “élites judías”. En Europa, en América Latina y en los Estados Unidos, los crímenes de odio aumentan cada año, con picos alarmantes tras acontecimientos geopolíticos como el conflicto en Medio Oriente.

Este odio encuentra terreno fértil en momentos de crisis económica, fragmentación institucional y erosión del sentido colectivo. La historia ya enseñó las consecuencias de señalar a un grupo minoritario como chivo expiatorio. Pero la memoria es frágil, y los dispositivos educativos y culturales que debieran protegerla están siendo desmantelados o infiltrados.

CRISIS DE VALORES Y OPORTUNIDAD DE REINVENCIÓN

Lo que ocurre es más profundo que un giro ideológico o electoral. Es una crisis civilizatoria. La violencia cotidiana, el individualismo, la desigualdad extrema, la soledad estructural y la pérdida del horizonte compartido son síntomas de un agotamiento más amplio. La democracia liberal, sin participación real, sin justicia social, sin representación genuina, pierde sentido para millones.

Pero no todo está perdido. Hay otro populismo posible. Un populismo que no demoniza, sino que representa; que no divide, sino que articula. Como han mostrado algunas experiencias latinoamericanas o europeas, es posible canalizar la energía popular para construir instituciones más inclusivas, más participativas, más horizontales. El populismo puede ser una fuerza regeneradora si no se reduce al grito ni al odio.

Lo que está en juego no es solo el futuro de las democracias. Es la posibilidad misma de convivir. Por eso, se necesita más política, no menos. Más ética pública, no moralina punitiva. Más periodismo crítico, no propaganda. Más educación y pensamiento complejo, no slogans simplificadores.

CONCLUSIÓN: MÁS QUE DEFENDER LA DEMOCRACIA, HAY QUE REINVENTARLA

Defender la democracia no es en este tiempo una actitud conservadora: es una apuesta revolucionaria. Requiere comprender las razones del malestar, sin caer en la tentación del cinismo ni del elitismo. Requiere ofrecer representaciones reales, espacios de participación efectivos y un nuevo contrato simbólico que reemplace al actual modelo de competencia permanente, exclusión y odio.

El populismo es solo una forma de expresar una demanda insatisfecha. Puede ser usado para sembrar división o para ampliar derechos. Puede encarnar el resentimiento o la justicia. Lo decisivo no es su forma: es su orientación. Por eso, más que combatirlo, el reto es disputarlo. No contra el pueblo, sino con él.

La democracia, si quiere sobrevivir, deberá dejar de ser una promesa abstracta. Tendrá que volverse experiencia vivida.

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