Un documento reservado del organismo de inteligencia, firmado en enero por el actual director Diego Kravetz, instruye el monitoreo de actores no estatales y organizaciones sociales con potencial de “capitalizar la polarización política”. La medida, enmarcada en el Plan de Inteligencia Nacional, despierta inquietudes sobre el uso político de los aparatos de seguridad y los riesgos para las libertades civiles.
La directiva amplía las atribuciones de vigilancia del Estado hacia sectores históricamente relegados, sin ofrecer criterios claros ni garantías de control institucional. Especialistas advierten sobre la ambigüedad del texto y el peligro de criminalizar la protesta social en un contexto de crisis y tensión creciente.
La democracia se defiende, entre otras cosas, en los bordes. Y hay una frontera que la historia argentina conoce demasiado bien: la que separa la inteligencia estatal dedicada a proteger a la Nación, de aquella que se vuelve hacia adentro para vigilar a sus propios ciudadanos. Un documento secreto firmado en enero por el titular de la Secretaría de Inteligencia del Estado (SIDE), Diego Kravetz, reaviva ese debate y alerta sobre un posible uso regresivo del aparato de inteligencia.
La directiva, revelada recientemente por La Nación, no se refiere a la lucha contra el narcotráfico ni a la prevención del terrorismo, sino que apunta a “grupos sociales vulnerables” y “actores no estatales” que, según el texto, podrían “capitalizar políticamente la polarización” para incidir sobre la opinión pública y el electorado. Aunque el documento forma parte del Plan de Inteligencia Nacional (PIN), el sesgo con que define a sus potenciales objetos de vigilancia resulta, como mínimo, inquietante.
Ambigüedad como herramienta de control
El uso de categorías vagas y amplias –como “actores no estatales” o “grupos vulnerables”– sin delimitar qué tipos de organizaciones, movimientos o individuos se consideran potencialmente peligrosos, constituye uno de los puntos más polémicos del documento. ¿Se trata de organizaciones piqueteras? ¿Movimientos sociales vinculados a reclamos territoriales? ¿ONGs críticas del gobierno? ¿Sindicatos?
La falta de precisión habilita una lectura que recuerda las prácticas de inteligencia interna de los años más oscuros, aunque revestida de una legitimidad jurídica. No se establecen salvaguardas ni se detalla bajo qué circunstancias se habilitaría la vigilancia, ni quién debería autorizarla, ni qué grado de supervisión judicial o parlamentaria tendría.
“Se puede espiar a cualquiera bajo el argumento de que podría polarizar a la sociedad. Es una puerta abierta al espionaje político”, afirma un exfuncionario del área que prefiere no ser identificado. “Las democracias fuertes se construyen con inteligencia limitada por la ley, no con ojos en cada rincón del disenso”, agrega.
Polarización como justificación de vigilancia
El argumento central de la directiva se apoya en una premisa llamativa: la necesidad de anticipar y neutralizar a quienes puedan aprovechar el clima de polarización política. El lenguaje no oculta una lógica de securitización del conflicto social: en lugar de interpretar la protesta o la crítica como parte inherente del sistema democrático, se las presenta como potenciales amenazas a la estabilidad institucional.
El documento también advierte sobre la influencia de actores estatales extranjeros, alertando sobre posibles “campañas de desinformación”, ciberataques y financiamiento indirecto a actores locales. Aunque este último punto se alinea con una preocupación global en torno a la injerencia digital, su inclusión junto a los grupos sociales nacionales en la misma categoría de amenaza refuerza el sesgo de criminalización interna.
El riesgo de una inteligencia paraestatal
En los papeles, el Plan de Inteligencia Nacional está destinado a establecer los ejes estratégicos para preservar la seguridad nacional. Pero su ejecución real depende de cómo se interpreten sus líneas directrices. En este caso, la falta de claridad y la amplitud de las atribuciones sugiere un corrimiento peligroso: de una inteligencia que debería prevenir amenazas reales y externas, hacia un sistema que monitorea, filtra y condiciona las expresiones sociales internas.
El Congreso, que tiene entre sus funciones constitucionales el control del sistema de inteligencia, no ha sido informado públicamente de esta directiva. Tampoco se ha emitido hasta el momento ningún comunicado por parte del Gobierno que la justifique o aclare. Esto alimenta el temor de que se trate de una política deliberada pero opaca, en línea con otras medidas que, desde la asunción del presidente Javier Milei, han restringido el margen de acción de sindicatos, organizaciones sociales y organismos de derechos humanos.
Una herencia que no cesa
La memoria institucional argentina no es ajena al uso del aparato de inteligencia contra la sociedad civil. Desde los archivos de la Dirección de Inteligencia de la Policía de la Provincia de Buenos Aires (DIPBA) hasta los informes secretos de la SIDE durante la dictadura, la vigilancia estatal sobre los movimientos sociales ha sido un instrumento clave de control y disciplinamiento.
Aunque el contexto actual es otro, el resurgimiento de estas prácticas bajo formas legales y con lenguaje moderno no deja de generar alarma. Porque detrás del monitoreo de datos, de la “prevención estratégica” o de las “alertas tempranas”, hay personas que marchan, que organizan comedores, que defienden territorios o que simplemente disienten. Y si la inteligencia se convierte en el ojo que los persigue, en lugar de protegerlos, la democracia ya no mira hacia adelante, sino hacia atrás.