El aumento de encajes, la emisión controlada y la incertidumbre política conforman un escenario de alta fragilidad para el sistema financiero argentino. Mientras el Gobierno defiende su política monetaria dura, los bancos advierten por la contracción del crédito y la actividad económica siente los primeros efectos.
La Argentina vuelve a vivir un capítulo de tensión entre el poder político y el sistema financiero. En esta ocasión, la pulseada tiene como protagonistas al gobierno del presidente Javier Milei y a los bancos, que en las últimas semanas han quedado atrapados en una serie de medidas monetarias del Banco Central (BCRA) orientadas a absorber pesos y contener las presiones cambiarias. El incremento de los encajes bancarios, las licitaciones de títulos públicos obligatorias y la fuerte volatilidad en las tasas de interés componen un cuadro de fragilidad creciente, con efectos directos sobre la economía real y el acceso al crédito.
La decisión del BCRA de elevar los encajes del 45 % al 50 %, además de modificar su cómputo —pasaron de ser mensuales a ser diarios—, generó un cambio radical en la dinámica de liquidez. A partir de ahora, las entidades deben mantener un colchón más riguroso y permanente, con penalidades más duras por incumplimiento. El Gobierno buscó al mismo tiempo suavizar el impacto al habilitar el uso de letras del Tesoro —conocidas como Tamar— para cubrir parte de la exigencia. Así, en una licitación reciente, colocó más de 3,8 billones de pesos en instrumentos de corto plazo que los bancos absorbieron casi de manera obligada. El mensaje político fue claro: la prioridad del oficialismo es secar la plaza y evitar que los excedentes de pesos presionen sobre el dólar o se trasladen a inflación.
El problema es que esa estrategia no está exenta de riesgos. Desde hace semanas, la plaza financiera se mueve con una volatilidad extrema. Las tasas de caución bursátil, utilizadas como termómetro de liquidez de muy corto plazo, oscilaron en apenas horas entre picos de 120 % a 150 % anual y derrumbes a niveles tan bajos como 1 % o 5 %. Este movimiento brusco refleja un mercado que pasó de la sequía total a la inundación de pesos en cuestión de minutos, un vaivén que desestabiliza tanto a bancos como a fondos comunes de inversión y compañías que dependen del fondeo diario.
A la vez, las tasas de referencia del sistema bancario se dispararon. La TAMAR, que mide los plazos fijos mayoristas, trepó hasta un rango de entre 56 % y 77 % anual, en un contexto en el que la inflación venía de registrar cierta desaceleración. Para las empresas y las familias, esto se traduce en un encarecimiento del crédito: los descuentos de cheques, los préstamos de capital de trabajo y hasta los consumos con tarjeta se volvieron más caros o directamente inaccesibles. Pequeñas y medianas compañías denuncian que la cadena de pagos comienza a resentirse, mientras que los bancos comerciales advierten que el nuevo marco regulatorio les resta flexibilidad para administrar riesgos.
El Gobierno, sin embargo, se defiende. El presidente Milei, en actos públicos y entrevistas, aseguró que no cederá ante los “cantos de sirena” de quienes reclaman una relajación monetaria. Según su visión, la dureza en la política de absorción de pesos es lo que garantiza que no haya un traslado masivo a precios del salto cambiario, ni una dolarización desordenada de carteras. El superávit fiscal y la disciplina monetaria son, a su entender, las dos anclas que permitirán estabilizar la economía y preparar el terreno para un crecimiento sostenido. Incluso llegó a proyectar que, con reformas estructurales, el PBI argentino podría duplicarse en una década.
No obstante, la experiencia argentina y la mirada de analistas internacionales advierten sobre los costos de semejante estrategia. La absorción vía encajes y títulos públicos en manos de los bancos genera un circuito financiero donde los pesos circulan menos, el crédito se achica y la inversión privada se retrae. A mediano plazo, la contracción puede impactar en el nivel de actividad, aumentar la mora y afectar la recaudación tributaria. El riesgo es que el Estado logre su objetivo inmediato de estabilización a costa de estrangular el sistema productivo, algo que en la historia argentina suele derivar en crisis de confianza y en estallidos económicos.
Este tipo de medidas no es nuevo en el país. A lo largo de las últimas décadas, distintos gobiernos aplicaron estrategias similares: desde encajes altos en los años noventa para sostener la convertibilidad, hasta controles de liquidez más recientes para enfrentar corridas cambiarias. En la mayoría de los casos, el denominador común fue que los efectos se sintieron rápido en la economía real, debilitando al sector privado y generando tensiones sociales que luego obligaron a recalibrar. La pregunta que hoy sobrevuela al mercado es cuánto tiempo podrá sostener Milei este modelo sin provocar un quiebre.
Los bancos, por su parte, se muestran reacios a confrontar públicamente con el Gobierno, pero en privado transmiten preocupación. Ejecutivos consultados aseguran que la política oficial los coloca en la incómoda situación de absorber deuda pública a la fuerza y resignar rentabilidad en el negocio crediticio. Algunos advierten que la imprevisibilidad regulatoria —medidas que cambian de un día para el otro— erosiona la confianza y podría ahuyentar inversiones del exterior. También mencionan que, aunque las licitaciones de letras del Tesoro fueron exitosas en términos de colocación, el verdadero costo lo pagará el sector productivo que hoy encuentra menos canales de financiamiento.
En este clima, el mercado financiero se mueve con extrema cautela. Los fondos de inversión ajustan sus carteras, las empresas adelantan pagos para no quedar atrapadas en tasas prohibitivas y los pequeños ahorristas vuelven a mirar con atención la cotización del dólar. El oficialismo insiste en que su política es la única forma de evitar un desborde inflacionario, pero la oposición denuncia que se está repitiendo el clásico esquema de “ajuste con recesión”, que en última instancia profundiza la crisis social.
El trasfondo político añade más incertidumbre. Faltan pocas semanas para las elecciones legislativas y tanto el oficialismo como la oposición leen la pulseada con los bancos como un capítulo de la batalla por el poder. Milei busca mostrarse como un presidente fuerte, capaz de imponer disciplina al sistema financiero. Sus rivales, en cambio, señalan que detrás de la retórica libertaria se esconde una relación cada vez más dependiente del Estado con los bancos, convertidos en principales financistas del Tesoro.
Lo cierto es que la tensión actual coloca a la Argentina en un delicado equilibrio. Por un lado, la necesidad de estabilizar una economía marcada por décadas de inflación, déficit y dolarización crónica. Por el otro, la urgencia de mantener viva la actividad privada, que es la que genera empleo y crecimiento. En el medio, un sistema bancario atrapado entre las exigencias del Gobierno y las demandas de sus clientes.
En la práctica, la pulseada entre el Gobierno y los bancos no se resolverá en los próximos días, sino que será un proceso dinámico, condicionado por la evolución de la inflación, el dólar y los resultados electorales. La clave estará en si el oficialismo logra transformar esta política de emergencia en una estrategia de largo plazo con reglas claras, o si se verá forzado a modificar el rumbo ante la presión de los mercados y de la calle.
Por ahora, la única certeza es la volatilidad. Un mercado donde las tasas saltan en cuestión de horas, donde los bancos recalculan su negocio cada día y donde las empresas se preguntan si podrán sostener sus cadenas de pago. Argentina vuelve a transitar la delgada línea entre la estabilización y la recesión, entre la disciplina fiscal y el ahogo financiero. Una vez más, el país se enfrenta al dilema de siempre: cómo ordenar su macroeconomía sin asfixiar a quienes deberían sostener la recuperación.