A dos semanas del femicidio de Antonella Aybar, el dolor sigue siendo inmenso y las preguntas, insoportables. El crimen dejó al desnudo, una vez más, la ferocidad de la violencia de género en Argentina y la alarmante inoperancia del sistema que debería prevenirla.
La autopsia fue contundente: golpes, signos de asfixia y múltiples puñaladas. La saña del ataque no solo demuestra el odio del asesino, Nicolás Moyano, sino también el abandono del Estado hacia las mujeres en situación de riesgo.
Algunos especialistas sugieren que Moyano podría haber actuado bajo un “síndrome de Amok”, vinculado a explosiones de furia extrema. Pero nada justifica el horror. Lo que verdaderamente interpela es la falta de reacción ante señales que podrían haber salvado a Antonella: ¿Hubo antecedentes? ¿Se realizaron denuncias ignoradas? ¿Qué protocolos no se activaron?
La actitud de la madre del femicida, que habría intentado encubrirlo, también encendió alarmas sobre una complicidad social que muchas veces protege al agresor, mientras silencia a la víctima.
“Mi hija no solo fue asesinada por él, también por todos los que no hicieron nada antes”, declaró con dolor su padre, quien no cesa en su pedido de justicia.
Antonella no puede ser solo una estadística más. Su muerte tiene que marcar un antes y un después. Es urgente reforzar la educación en igualdad, implementar sistemas efectivos de alerta temprana y garantizar que cada denuncia sea tomada en serio y atendida con celeridad.
Porque un femicidio evitado es una vida salvada. Y Antonella merecía vivir.